Autora: Michèle Petit
Editorial: Océano Travesía
Recomendado para: Docentes –
promotores de lectura
Ensayo – autobiografía
Hace mucho
escucho hablar de Michèle Petit, incluso he tenido en mis manos algunos de sus
libros sin animarme a comenzar a leerla. Hasta ahora.
En esta
ocasión, como en tantas otras, no he sido yo quien ha buscado el libro, sino este
el que ha venido a mí. De hecho este libro no estaba destinado en origen a mí,
sino a una colega de mi esposa, Angélica. Sin embargo, antes que llegará –o mejor,
que no llegará a las manos indicadas, Elizabeth, la amada, me compartió el primer
párrafo del primer capítulo de Una
infancia en el país de los libros, donde como cosa curiosa salió el nombre
de Colombia sin mencionar cifras de asesinatos ni turbios asuntos de
congresistas ni la palabra coca en ninguna parte.
Esas
primeras palabras llegaron a calarme tanto que al no pasar nunca Angélica por
el libro, decidí echarle una ojeada. El resultado ha sido un extenso periplo
por la vida de una de las más reconocidas académicas relacionadas con el mundo
de la difusión de la LIJ en particular y de la literatura en general.
Una de las
primeras cosas que llama la atención es que existió en los albores de la
televisión francesa un programa llamado Lecturas
para todos. Poco a poco, y a medida que me iba adentrando en el texto,
comencé a encontrar algunas curiosas coincidencias entre las lecturas de Petit
y algunas de las que he abordado. Para ella, muchas de ellas entraron en la
época de la niñez, mientras que en mi caso se trataba de lecturas más
recientes; un ejemplo de ello es Zambo el
negrito, que con diferencias raciales he conocido como La historia del pequeño Babachi. Otro de los detalles que me encontré
es que Petit, en múltiples ocasiones invitada a congresos latinoamericanos
relacionados con el mundo del libro y la lectura, vivió en Bogotá entre sus
trece y dieciséis años. De hecho ilustra su encuentro con una bibliotecaria que
la (…) recibió sonriendo como se sonríe
en esos países.
En Una infancia en el país de los libros,
Petit decide emplearse a fondo en la construcción de una autobiografía
literaria que parece guardar no pocas semejanzas con las que en algunos casos podría
construir un adolescente actual. Sin embargo hay que tener en cuenta que Petit
es francesa y no puede evitar ser esnob –ella misma lo reconoce- o mencionar
sus múltiples visitas al psicoanalista, para buscar alivio a sus dudas e inseguridades;
o hablar de su estadía en Colombia, mencionar el teatro colón mientras habla de
Voltaire y, sin embargo, no mencionar un solo autor latinoamericano en esa
época. Es curioso que después hable de Felisberto Hernández y Juan Rulfo pero
no haga ninguna mención a un autor colombiano. Sin embargo esos son quizás lo
menos, los desencuentros.
Hay más
cosas en común, por ejemplo el territorio común en donde habla de su larga
relación con los libros ilustrados y las historietas, donde se detiene a
mencionar, pocos lo hacen, como parte relevante de su historia lectora, sus
encuentros con los diarios y as revistas, incluso las frívolas y superficiales,
las adolescentes. Sin embargo mi mayor encuentro, en esta larga ruta de
encuentros lectores, se halla con su preferencia de los autores desencantados,
De Donald [el pato]a La Rochefoucauld, de Freud, Melanie Klein
o Lacan, que tanto contaron en mi vida, a Thomas Bernhard que es uno de mis
escritores favoritos, ha habido un hilo conductor. Estos desencantados
pulverizan los sermones de los santurrones. Su lucidez, lejos de ser
desesperante, es tal vez la conclusión para que haya menos barbarie. Como si en
ellos el desastre pudiera transformarse en una promesa. A la inversa, los
puros, los virtuosos, aquellos que no quieren saber nada de las sombras, del
miedo o de la falta, siempre me han inspirado temor. (Petit, M. Pg. 92)
Sin embargo
más allá de estos encuentros y desencuentros, se halla un texto muy rico en
matices, de una agradable y ágil lectura, que converge en un punto harto
interesante, y solo insinuado, ni tan siquiera esbozado, el comienzo, la
promesa, de la escritura.
Deberíamos hacer la propia.
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