A finales
del año lectivo pasado, Elizabeth, mi persistente esposa bibliotecaria,
descubrió y decidió explotar todas las posibilidades de aquellos libros que
escapan de la función literaria y/o meramente informativa. Con ahínco y
perseverancia se adentró en el tema de los libros de artistas, realizando
descubrimiento bello tras descubrimiento bello en su recorrido. Uno de los primeros es que para ser tratado
como arte, el libro debe ser primero reconocido como objeto y, por ende,
reconocer que puede ser intervenido.
En principio
parece fácil aceptar esto. Es decir, todos reconocemos que un libro es un objeto,
pero cuando se trata de intervenirlo son pocos los que se atreven a hacerlo.
Culturalmente el libro es un objeto tratado de manera similar a una obra
pictórica o una escultura valiosa. Sin embargo, aunque no podemos desconocer su
valor, un libro se trata de un objeto artístico producido en masa (Ojo,
producido, no creado). Sólo existe una copia de la Gioconda, en contraste con
los millares de ejemplares impresos de Crimen
y castigo. Aún así, para los amantes de los libros, esa copia que existe en
su biblioteca tiene las mismas características de singularidad que la obra de Da
Vinci. Es por eso, que ver un libro intervenido puede, en muchas ocasiones
resultar doloroso a pesar de su belleza.
Uno de los
primeros ejemplos lo podemos encontrar en la red. Se trata del tratamiento que
se le da a las revistas de manga para que puedan albergar plantas. Así, de
material impreso, pasan a ser materas.
(Imágen tomada de: http://oyster-sauce.blogspot.com/2010_04_01_archive.html 25/08/2012)
Este tipo
de intervención es el más sencillo. En esta misma línea de ideas se pueden
encontrar otras intervenciones que destrozan por completo la idea comunicativa
del libro en un primer momento para convertirla en un objeto artístico
completamente distinto. Un ejemplo de esto es El caminante eterno de Carolina Ramírez.
(Imágen tomada de: http://www.elespectador.com/entretenimiento/agenda/cultura/imagen-libro-de-artista-1 25/08/2012)
La unión
entre arte y libros, por fortuna para los librofilos, no siempre es tan
drástica. Un ejemplo de esto lo podemos encontrar en los libros de David A.
Carter publicados por la editorial Combel. En ellos el arte se funde con el
trabajo impreso maravillando a quien los contempla. Es importante realizar el énfasis
en el verbo contemplar antes que en el verbo leer, porque la experiencia a la
que se somete el lector no es a la que está acostumbrada. Es posible, incluso,
que los más ortodoxos incluso desdeñen este tipo de trabajos que no incluyen un
gran aparataje narrativo ni informativo, más sí conceptual.
Los libros
de Carter, El 2 azul y Un punto rojo no son los libros pop up, o animados, que hemos conocidos
de cuando éramos niños. Se trata de obras que suponen un desafío tanto estético
como semiótico. En primer lugar, ambas propuestas indagan página a página al
lector, quien no sólo se debe servir de los ojos para encontrar las respuestas
exigidas sino también debe acudir a sus manos para halar pestañas o mover
diales, pero sobre todo a su ingenio.
(Imágen interior de Un punto rojo tomada de: http://ceipgabrielygalan.blogspot.com/2011/12/pequerecomendaciones.html 25/08/12)
Este tipo
de propuestas, sobre las que esperamos ahondar próximamente, lector fiel, nos
alejan del libro como producto cultural intocable y nos acercan a una concepción del libro como
objeto. Es decir como elemento de interacción constante, que puede ser
intervenido sin que por ello pierda, de manera necesaria, su valor.
Lo curioso es que una parte de todo esto proviene del vídeo, mediado por un libro, de Lille:
¡No sabía de eso!!!!!!!!
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