Si hemos
sido juiciosos hasta ahora debemos convenir en algo. La literatura juvenil no
es propiamente lo que las editoriales signan como tal. No, se trata de un
territorio de frontera en donde se puede encontrar una amplia gama de
publicaciones, desde Cuentos en verso
para niños en verso hasta Shakespeare; desde Mark Twain hasta Cincuenta sombras de Gray. La razón de
las generalizaciones se halla en un error común, la asunción de que a determinadas
edades se gusta de determinados libros. Esta categorización de libros por
edades es propia del aparato mediador más grande que existe, la escuela.
No podemos
olvidar que los niños y adolescentes por lo general no pueden adquirir libros
por sí mismos, así que sus gustos e intereses son mediados por sus padres. ¿A
quién acuden, en inmensa mayoría, los padres para determinar cuáles son los
libros más adecuados para sus hijos en su desarrollo lector? A la escuela. Ante
todo cuando muchos padres no son lectores por sí mismos.
La escuela
ha detentado un lugar cada vez más preponderante en la mediación entre el mundo
real y las etapas de desarrollo; es en ella en quien se ha descargado la
responsabilidad de educar en nuestro tiempo. Al punto de que si un niño es
maleducado o simplemente grosero los padres no suelen mirarse a sí mismo, miran
a los docentes y a la institución escolar en general. Esto aún es más evidente
en la escuela secundaria.
Ya lo decía
Pennac en su célebre ensayo Como una
novela. Mientras los niños son pequeños y se encuentran en el seno
familiar, los padres buscan las bibliotecas públicas e incluso van a librerías
con los pequeños a buscar las publicaciones adecuadas para ellos. Son los
padres entonces los primeros mediadores, pero al llegar a la edad escolar las
orientaciones, la mediación tiene lugar en el colegio. Los padres no suelen
discutir, se acogen a las decisiones de los profesores y rectores, las
decisiones institucionales. Aquí hay un divorcio de objetivos, puesto que la
escuela busca formar, no en gustos lectores, sino en competencias básicas que
permitan a los niños y jóvenes enfrentarse a una amplia variedad de textos y,
no lo podemos negar, a entregar a los lectores en formación aquello que podemos
denominar el canon. Dicho de otra forma, aquellas lecturas que han sido, y son,
indispensables en la formación del pensamiento occidental. No podemos discutir
la labor que en esto tiene la escuela. No podemos discutir las razones que
llevan a los padres a entregar estos procesos de formación a las instituciones
educativas. Discutimos en cambio la labor que tienen, que han tenido que asumir
los docentes en las escuelas.
En los
primeros años de formación, en lo que podemos llamar preescolar y primaria, el
acceso a los libros, al material escrito, se halla principalmente guiado por la
lúdica, por el aprehendizaje del gusto. Los docentes leen en voz alta,
discuten, inventan canciones, proponen interpretaciones a los libros álbum y
libros ilustrados, brindan herramientas para que los chicos se apropien de las
lecturas. El acceso a la secundaria tiene otro sabor. Se espera que los alumnos
hayan accedido a las claves básicas de la decodificación, interpretación y
análisis crítico, es entonces cuando se enfrentan, se considera que son capaces
de enfrentarse, a los análisis de obras más “duras”. Hacen así su ingreso obras
cumbres del pensamiento occidental, El
doctor Jekyll y Mr. Hide, El señor de
las moscas, El gigante egoísta. Los
libros entonces no son mediados en virtud de su valor estético intrínseco, si
no de la capacidad de análisis que el lector en formación pueda tener al
enfrentarse a ellos. También sucede, de manera casi imperceptible, que se
olvidan de los juegos de palabras, la poesía, el goce de la representación y el
drama. El papel del mediador cambia de manera drástica, el goce es dejado a un
lado, es el lugar de la crítica, de la inferencia, de la construcción de
sentido en virtud de X o Y teoría. No nos malentendamos, estos elementos ayudan
a que los lectores puedan sacar otros elementos en los que las obras literarias
se hallan inmersos, pero el mediador toma un papel más duro, el de juez, el de
evaluador. Así el libro se convierte en un conjunto de datos de los cuales se
debe poder sacar algo de utilidad, y que va mucho más allá de la moraleja, del
deber ser.
Son estas
circunstancias las que alejan a los mediadores de los adolescentes, porque a su
vez estos se convierten en duros auditorios, sospechosos, repelentes. ¿Dónde
está la trampa?, ¿cómo se va a evaluar?, ¿qué se espera que hagamos con esto
que se nos entrega? El joven sospecha, y el mediador es comenzado a ver casi
como un criminal, pues no es otra cosa que objeto de sospecha. ¿Dónde está
entonces la trampa?
Si me
permites la dilación, oh amable lector, retomaremos en una próxima entrada
estos interrogantes.
Leído.
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